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Viernes, 08 de Abril de 2011 12:31

Cuarto nivel

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Andrés se sentó en el sillón reclinable, pequeñas manchas de sol se filtraban por la persiana iluminándole la cara; tomó la pastilla negra que había podido conseguir el día anterior en un callejón del barrio viejo y la empujó por su estrecha garganta con un generoso trago de agua fría. La misma tensión que le cerraba el esófago le hacía temblar las manos sudadas, y encontrar el chip en la base de su cabeza nunca fue tan difícil.

Hacía poco menos de un año que todas las tardes entraba en su habitación, se sentaba en el gran sillón de dentista, tomaba la pastilla roja y, sin ninguna dificultad, conectaba el cable magnético al chip de memoria que se había regalado a los 19 años trabajando en el barrio marítimo. Aún recordaba con repulsión la clientela de aquella mazmorra húmeda y oscura donde por poco más de diez euros la noche había estado trabajando. “Es necesario” se repetía siempre que cruzaba el parking que delimitaba la zona del puerto, “tengo que conectarme a la Dreamnet si quiero salir de esta mierda”. Su salud física y mental habían empeorado respirando el aire humeante y sumergiendo sus huesos en ese pozo húmedo donde la mayoría de los clientes eran prostitutas, mozos mal pagados y viejos pervertidos, incapaces de decidir si preferían la compañía de una de esas arrugadas señoritas o de un joven delgado y amarillento como él. Cuando tuvo el biochip, ni se acercó a saludar.

Siete días después de la operación pudo quitarse las vendas que protegían su nuca rasurada y explorar con las manos el invisible punto donde le habían instalado el chip; no advertía la presencia de un cuerpo extraño en su cabeza, ni siquiera al presionar con los dedos. Invisible y potente, tal como prometía el anuncio. Potente porque nada, ninguna realidad virtual ni juego de realidad extendida era comparable al “sueño compartido”. Potencia, rapidez, libertad. Te tomabas la pastilla para acelerar tus capacidades cerebrales y mantenerte dormido el tiempo necesario, y en unos pocos minutos de sueño, vivías horas en un mundo onírico compartido y pregenerado donde todos los deseos eran realidad y donde toda información era accesible con una rapidez inimaginable.

Dreamnet era la liberación de la esclavitud de la pantalla; liberación de las horas pasadas en una silla, en una habitación; libertad de la palabra escrita y del monopolio de la vista. Y libertad del dinero, como había descubierto Andrés al aceptar un trabajo de diseñador para la agencia Oniric-Touch, que se ocupaba de expandir constantemente el sueño compartido construyendo nuevos espacios comisionados por empresas del mundo real.

Cerró los ojos y cayó en el letargo super-productivo inducido por la pastilla ilegal que había comprado: necesitaba dormir más profundamente que nunca para cumplir su plan. Abrió los ojos y se tomó unos segundos para reconocer la interfaz: una habitación de un hotel de lujo con una enorme cama, sabanas perfumadas, una mesilla con teléfono y una mesa redonda al lado de una luminosa ventana. Cogió el papel que había dejado el día anterior en la mesa: “Nivel 3, 8503”, bloque ocho, piso cinco, oficina tres.

El hotel donde se hallaba su interfaz tenía puertas que conectaban con distintos puntos de la ciudad y eligió ir al barrio francés, lo más cerca posible del Club le Parisien. Efectivamente la puerta le dejó en una estación de transición junto a la fachada del club; con paso rápido llegó a la entrada y le dio al conserje la contraseña de acceso que había comprado a un traficante de información del Sector 26. Ignoró el lujo de los pasillos mientras buscaba la sala Noire. Abrió la puerta entrando en la habitación oscura llena de sillones de piel, casi todos ocupados. Al sentarse en uno de ellos cogió el cable que salía del módem y lo conectó a su nuca. Tomó la pastilla y cerró los ojos para pasar al nivel dos. El sueño en blanco y negro le dejó aturdido unos instantes, hasta que un agradable olor a café le recordó que ya estaba en el París de los años 20.

Salió de la habitación donde se había despertado y fue a su cita en la Rue Daru, 33. Encontró el restaurante, eternamente cerrado por reformas, y llamó a la puerta: una voz le contestó que estaba cerrado y Andrés pronunció la contraseña: “Pain perdu”. Entró en una sala polvorienta y el hombre le condujo por las escaleras que bajaban a lo que tenían que haber sido los baños. Encontró una habitación con seis boxes. Se sentó y repitió las operaciones de conexión.

Esta vez se despertó en un autobús, el mundo había cobrado de nuevo color. Mirando a su alrededor sólo veía prados. La autopista estaba vacía, tomaron una salida sin nombre y unos minutos después entraron en un recinto. Desde la colina veía un bosque y, entre los árboles, algunos edificios. Buscó el número ocho. Era la primera vez que conseguía bajar hasta el tercer nivel, y, como esperaba, no había demasiadas conexiones. Casi sentía miedo mientras subía las escaleras del edificio.

La puerta de la oficina 03 estaba abierta y tras el escritorio un anciano leía un libro cuyo título no pudo reconocer. Levantó la mirada hacia Andrés y le señaló un alto espejo. Andrés se acercó y vio su imagen reflejada: “¿Es esta la puerta?”, preguntó. El viejo asintió. Tocó la superficie de cristal dándose cuenta de que no era realmente un espejo, que lo que veía era otro Andrés al otro lado de la misma puerta. Cruzó el umbral y se fundió con sus recuerdos; buscó en su interior volviendo atrás en el espacio y el tiempo, hasta que, después de una vida, encontró sus recuerdos perdidos.

Vio la casa donde nació y, por primera vez, el rostro de sus padres. Cuando no hubo nada más que recordar, despertó en su sillón de dentista, se arrancó el cable de la cabeza y fue a buscar su pasado.

Ultima modificacion el Domingo, 29 de Julio de 2012 18:22

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